Tras 28 años en hospitales públicos de cuatro sistemas de salud distintos, he de decir que me sigue guiando la misma motivación que me llevó a empezar: el deseo de ayudar. No se debe ver en ello un falso altruismo sino, sobre todo, la convicción de que ayudando a los demás te ayudas a ti mismo. Crear positividad la acrecienta en el entorno. En dicha lid, entiendo que es el momento de replantear una nueva reforma de la salud mental, al menos en mi entorno de los últimos 15 años: la salud pública andaluza, en la cual me centraré, aunque mucho de lo que prosigue sea aplicable a otras sociedades. Los servicios públicos de salud mental devienen de los previamente llamados de psiquiatría, e incluyen no sólo la medicina (psiquiatras y enfermeras especializadas) sino un amplio prisma de profesionales como psicólogos clínicos, trabajadores sociales y terapeutas ocupacionales, entre otros. El diseño actual, ideado en los 80 y ejecutado en los 90, ha quedado obsoleto si
En los años 80 y 90 se desarrolló en Andalucía la llamada Reforma Psiquiátrica. Inspirada en las corrientes iniciadas en los 60 por los antipsiquiatras, la psiquiatría social anglosajona y, posteriormente, su versión italiana liderada por Basaglia, los reformadores andaluces hicieron la loable labor de cerrar los manicomios y dignificar la asistencia psiquiátrica. Se pararon, no obstante, en el límite de su ideología necesariamente naïve, y, a mediados de los 90, la reforma se detuvo y se dio por finalizada. Ahí la salud mental empezó a ser mal guiada por burócratas oportunistas que, cacareando los ideales y bondades reformistas, han vivido de un posturismo pseudoestético letal para la vida del enfermo mental, dejando no pocos cabos sueltos que podrían haberse cubierto con la monitorización de los recursos que se dotaron. Es más, no se ha tocado ni testado la efectividad de la red de salud mental en 25 años. La realidad es que la falla resultante en el cuidado y bienestar del en